Por Pablo Yurman. Director del Centro de Estudios de Historia Constitucional Argentina "Dr. Sergio Díaz de Brito", Facultad de Derecho, UNR.
El lenguaje guarda una íntima vinculación con nuestra identidad común como pueblo. En pleno proceso de unificación alemana, Humboldt afirmaba categóricamente que "la verdadera Patria es el idioma". Por ello podemos derivar que meterse con la lengua es equivalente a tocar uno de los elementos constitutivos de un pueblo. Así, el mal llamado lenguaje inclusivo que hace las delicias de algunos intelectuales no es algo meramente anecdótico. Si el actual proceso de globalización mundial, casi exclusivamente de las finanzas y el comercio, se caracteriza por un discurso de homogeneización humana que reduce al ser humano a consumidor ideal, parece acertado lo que afirma el filósofo italiano Diego Fusaro en cuanto a que "…destruyendo las lenguas nacionales aspiran, al mismo tiempo, a aniquilar las culturas y las historias de los pueblos sobre el altar del plano uniforme asimbólico, acultural, carente de mirada prospectiva, del «one world» del mercado global".
Pero se equivocan quienes creen que lo del llamado lenguaje inclusivo es el primer intento en nuestra historia por forzar cambios en el habla popular. Hay un antecedente, allá por la década de 1830, cuando Juan Bautista Alberdi y Esteban Echeverría quisieron sustituir el castellano por el francés. Se puede establecer una definida línea histórica entre aquellos románticos rioplatenses, que copiaban mal los modelos europeos, y el actual progresismo cultural, que es hegemónico pero también funcional al discurso globalista.
Alberdi, Echeverría y otros jóvenes representaban en la década de 1830 el movimiento romántico en el Río de la Plata. Pero con varias salvedades. La primera, que los jóvenes que se juntaban en el Salón de Marco no constituían "la juventud" toda, sino una minoría en contraste con otros jóvenes, que quizás sin tantas lecturas vivían en las faenas del campo, en las milicias provinciales o en las quintas que rodeaban las ciudades y que también tenían cultura, ya que seguían a autores que escribían lo que ellos sentían, desde fray Francisco de Paula Castañeda a Pedro de Angelis, en los distintos periódicos de la época. Segunda observación de los "románticos" afrancesados: empachados de lecturas y de prolongadas estadías en París, se familiarizaron con lo que el romanticismo era en países con siglos de tradición e idiosincrasia, una verdadera reacción cultural contra los postulados de la Ilustración que entendía al hombre de modo abstracto. Los románticos europeos en cambio valoraban la comunidad nacional en la que el individuo se desarrollaba, con todas sus implicancias: tradiciones culturales, poéticas, gastronómicas, religiosas y de ideales compartidos que definían en cada caso lo propiamente francés, alemán, italiano, etcétera.
Pero lamentablemente nuestros románticos entendieron mal el mensaje. Como leían en los autores franceses que éstos decían que había que valorar lo propio (lo francés, obviamente), creyeron que en el Río de la Plata ser romántico, es decir estar a la moda en cuanto a pensamiento, ¡pasaba por ser "afrancesado"! De ahí que inferían, contrariamente a lo que el verdadero romanticismo sostenía en el Hemisferio Norte, que había que sustituir lo propio, es decir lo hispánico, y copiar lo ajeno, por ejemplo adoptando el francés como lengua "civilizada".
La idea no podía ser más desubicada en 1838, justo en momentos en que la Confederación Argentina se enfrentaba militarmente contra Francia. Como apunta el historiador José María Rosa "¡Tremenda angustia para los jóvenes que se sentían hijos de Francia. ¿De qué lado estaría el patriotismo? ¿Con la tierra de Lerminier y Leroux o con la plebe que desde la alameda mostraba sus puños a las fragatas francesas bloqueadoras del río?". Sabido es que la mayoría de ellos, desilusionada con el gobierno de Juan Manuel de Rosas pese a ser éste el político más romántico en cuanto expresión de lo auténticamente criollo en aquel momento, decidieron exiliarse en Montevideo por propia voluntad.
Los hermanos Juan Cruz y Florencia Varela, José Mármol, Alberdi y Sarmiento, por citar sólo a los más representativos, fueron las plumas que desde afuera y pagadas por los imperialismos de turno justificaron las agresiones militares contra nuestro país.
El mismo triste papel de voceros rentados del discurso globalista diseñado fuera de nuestras fronteras y de espaldas al sentir mayoritario vienen a jugar los nóveles apóstoles del lenguaje inclusivo, imitando aquella absurda pretensión de imponer por la fuerza algo que nadie habla.
Poniendo las cosas en blanco sobre negro el analista internacional Marcelo Gullo nos dice: "El mal llamado lenguaje inclusivo es una política clasista, una política de la clase media contra los sectores populares. La lengua la modifican los pueblos, no las élites de la pequeña burguesía porque cuando es así, dado que esa pequeña burguesía es una ínfima minoría, tiene que imponer la modificación de la lengua por la fuerza".
Fuente: La Capital